• 1537 Ñusta Huillac

    La historia de esta princesa indiana es el principio de la Leyenda, que en su actuar de amor, lucha y entrega rompió las tradiciones de la sangre. La Tirana, fuese entonces su nombre.

    Ñusta Huillac, refugiada en el hoy conocido Tamarugal, durante cuatro años permaneció rodeada de sus secuaces, a los ordenó dar muerte a todos los españoles y lugareños bautizados que a sus manos fuesen a parar. De tal modo, la salvaje soberana evadió felizmente la opresión de la Conquista. Eso hasta que un día, el corazón la traicionó.

    Como tantas otras ocasiones, sus guerreros le llevaron a un castellano apresado en los límites de los tamarugos. Este dijo llamarse Vasco de Almeida, perteneciente a un grupo de mineros que buscaban la afamada Mina del Sol. La Ñusta, hasta entonces radical guerrera, al mirar al portugués sintió caer todas las corzasas de su alma y de él se enamoró. Tragedia del destino, sus manos tenía el destino del hombre que por primer vez la cautivo.

    Reunidos ante los sacerdotes de la tribu, imploraron por su amor, mas los clérigos acordaron dar muerte al prisionero seductor. Sin embargo la princesa luchó por su fervor y para postergar la muerte de su querido ‘’La ejecución debe retardarse hasta el cuarto plenilunio’’ pidió.

    De ese modo, durante cuatro años el prisionero y la noble incaica se cortejaron bajo los tamarugos. El le habló de un Dios único Todopoderoso y la inmortalidad. La posibilidad de un más allá, encendió una esperanza en la desconsolada enamorada. Quien al español preguntó si al morir siendo Cristiana sus alma vivirían unidas. Así es, amada mía, le contestó el prisionero portugués. Bautízame entonces, cristiana como tú quiero ser, le dijo la princesa amansada por la fe.

    Fue así como en un claro de agua, de rodillas, la morena cruzó sus brazos sobre el pecho. Y Almeida vertiéndole agua sobre su cabeza, pronunció las sacramentales palabras: "Yo te bautizo en el nombre del Padre, de el Hijo y del Espíritu Santo" Antes de terminar la frase, una lluvia de flechas cayó sobre ellos. Almeida de inmediato se desplomó y Huillac, agonizante a su pueblo les habló: "Muero tranquila, dichosa y resignada, segura como creyente de Jesucristo de que mi alma inmortal se remontará a los altos del cielo y llegará al trono de Dios, junto al cual estará mi amado con quien permaneceré toda una eternidad. Si queréis que muera tranquila, prometedme que enterraréis mi cadáver al lado del mi amado y levantaréis sobre nuestra sepultura una cruz... la Cruz de los Cristianos".

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